Guns n Roses |EL ESPECTADOR

2022-10-17 14:01:56 By : Ms. xianyun lou

Va a caer la tarde en Bogotá. El cielo está cenizo y lo pincelan nubarrones rosáceos. Sobre el filo de la avenida empieza a avistarse una multitud animada. Mucho negro, chaquetas de cuero, el burbujeo que anticipa un encuentro musical masivo. Los ojos empiezan a atrapar destellos que terminan siendo similares, una cierta y encantadora uniformidad: chicas y chicos de edades diversas con bandanas rojas cubriendo las frentes, camisetas con el nombre de la banda, sombreros negros y altos, taches, varones de pelos largos, joyería de plata en abundancia, personas de edades variopintas exhibiendo adornos y lemas similares. Es la estética del rock, indiscutible, reconocible, afiebrada.

En las esquinas y sobre distintos pedazos de aceras se han tendido mantos oscuros para ofrecer “recuerdos”. Camisetas y gorras con la forma distintiva del álbum de 1987, Appetite for destruction, por ejemplo. En muchas partes y en objetos distintos reluce el logo redondo y amarillo de la banda, emblemáticamente atravesado por pistolas con rosas enredadas. Se avista el artificio de una emulación que permite preguntas variadas. ¿Esos seres tan jóvenes conocerán la banda? ¿Cuál es la historia de este o de aquel fervor? ¿Qué tipo de nostalgia o de deseo ha motivado a ese cuerpo a estar aquí hoy? En Twitter, una de las estampas más conmovedora para mi mirada la ofreció un jovenzuelo, todo estética rocanrolera – chamarra icónica, uñas negras, gafas gatunas, un saco de cuadros en rojo y negro amarrado – que se fotografió junto a la persona que, clamó, le había hecho amar la música: su madre. El rock es eso también, una semilla que siembra un padre o una madre, algún pariente, o alguien de la familiaridad inmediata, y que florece en un fervor que rebasa los contornos del tiempo, que se traspasa de tiempo y de lugar. El rock es un lugar en sí mismo que desconoce los mecanismos tramposos y disolventes de la temporalidad. Es como una caverna, un sitio al que se entra, un estado psíquico, una emoción, una forma de sentimiento y de estética. ¿Sabrán los y las más jóvenes – mientras mi mirada les revisa – sobre la banda que llevan estampada en toda forma de memorabilia estilística?

Y sí, negro. Un mar de vestimentas negras. En el fondo, es la solidez de una estética. El rock también es eso. Una amalgama de apariencias, de códigos precisos, de lemas. Un lenguaje que, maleable, no se resquebraja con los embates del tiempo. Adoro esa cualidad. Adoro ese modo que tiene de poder brotar de las entrañas de momentos temporales distantes – sesentas, setentas, noventas, por poner ejemplos – y aún así, avivarse, como acá, en esta multitud bogotana que ha venido a sumirse en sus cadencias.

Estoy deleitada. Voy desplazándome debajo de los grandes puentes bogotanos, viendo a tantas personas que comparten destino conmigo esta noche, grupos y parejas, personas de edad múltiples, de barrios diversos, que avanzan, dando pasos veloces y emocionados para alcanzar la entrada correspondiente. Estoy deleitada mirando esto. Soy parte de su frenesí. También yo, como muchos y muchas de ellas, tenían ensoñaciones rocanroleras; también yo esperaba para quedarse a solas con los cuadernillos de los CD recién salidos o adquiridos finalmente. También yo, como muchos y muchas de ellas, conozco los ritmos de memoria, también yo sentí que la vida era bella con los solos de guitarra, aislada del mundo, intuyendo que, tal vez, esa sonoridad eléctrica, que sonaba tan parecido a lo que yo imaginaba como libertad, me sería concedida cuando creciera. También yo colgué afiches e imágenes en mis paredes. Lanzo estos pensamientos, extiendo estas proyecciones a las docenas de personas que me van pasando por mis ojos, cazadores, contentos.

Mirar. Mirar es una de mis obsesiones. Es una de mis grandes recurrencias. Una de mis mayores fijaciones. Mirar, por supuesto, no consiste meramente en el acto de ver, a nivel sensorial. Mirar es el mundo de la subjetividad, de cómo experimentos espacio y tiempo, de todo aquello que nos dicen las imágenes. Cuando era chica, miraba el sentido apoteósico del rock en pantallas. Televisivas, primordialmente. Videos musicales con grandilocuentes ejecuciones de producción. Conciertos multitudinarios que capturaban la teatralidad, la llamarada de instantes forjados en la irrepetible improvisación. Un giro sonoro distinto, una distorsión amada, un solo de guitarra modificado. Sutilezas, texturas, matices. También eso es el rock.

En los 90, el rock era una promesa, nos hacía soñar, nos ofrendaba fantasías de sexualidad desenfrenada, nos sostenía imágenes de seres que, sabíamos, eran adorados, ‘performaticos’, que cantaban sobre el amor y el dolor. Que nos regalaban minutos enérgicos de guitarra con sonidos incendiados. Seres que ingresaban a habitaciones de hotel a vivir frenéticamente, con vestimentas y movimientos filosos, sensuales. Seres que eran fotografiados y representados. Seres que eran actores de un teatro de onda añorada. Mirando a esta multitud bogotana, pienso en eso. Antes, las representaciones visuales eran limitadas. Dependíamos de su temporalidad. La televisión, en ciertos lugares, contaba con canales limitados. Eso cambió con la parabólica. Llegaron más canales. El mundo se abría de esa manera a otras realidades. El acceso a revistas y artefactos visuales, culturales, musicales, podía generar más expectativa, misterio, excitación. La adrenalina había que salir a buscarla. No pasaba en el encierro de una pantalla que nos acompaña a todas partes.

Las imágenes nos educan. En los 90, estos conciertos enormes, masivos, de estadios repletos, eran también la consecuencia de una época en que ese encuentro era una de las únicas maneras para experimentar algo en vivo, algo único. Hoy, el “en vivo” se perpetúa y se extiende a cada instante. La vivencia de la música, en ese entonces, era diferente. Un video musical recién salido era un acontecimiento. Se esperaba, -cuando llegaron los otros canales, con MTV y cuando éste se hizo también latinoamericano-, a que pasaran el video anhelado.

Tuve el regalo de tener padres inmensamente complacientes. En mis posesiones adolescentes estuvieron, por ejemplo, todos los CD de la banda. Los oía en un discman, con insistencia. Esa música me salvaba. Me salvaba de la melancolía, del extravío, de la escisión, de sentirme extranjera entre mis pares. En ese pequeño tesoro de identidad, tuve también los VHS de los videos primordiales. Cada uno incluía, después, todos los pormenores de la producción, entrevistas, grabaciones, registros de momentos calculados, pero también cándidos. Los veía una y otra vez. Fervor. Apetito por repetir y por saber. Eso es el rock también.

En el panorama que deleita mi mirada asoma algo más. En el rock confluyen todas las edades, los contextos, los tipos de habitaciones, las extracciones económicas y sociales. En un país que nos ha aplanado con su asfixia clasista, con sus jerarquías intocables, con sus mandatos de gusto orquestados por determinadas élites, esto no es algo menor. Hay una especie de belleza en ese hilo conductor. Está aquí, en el Campín, hoy, con las gradas enteramente repletas, con la electricidad que subyace a los momentos de espera, antes que la banda tome el escenario. Fueran muchas las habitaciones, en ciudades diversas colombianas, en las que, especulo, se oyeron esos álbumes, se colgaron afiches, se vieron esos videos musicales. Muchos espacios en los que se amó a esta banda.

Hay algunos imaginarios colectivos colombianos que también se deben al rock. El primer concierto de Guns n Roses en Colombia, en noviembre de 1992, es una suerte mito y de hito. Un punto de inflexión. Nombrar a Colombia entonces era conjurar, casi de inmediato, asociaciones con narcotráfico, guerrillas, violencias, bombas, pavor. El de la banda estadounidense fue, posiblemente, el primer gran acontecimiento en el país de esa naturaleza. Hay una osadía en ese evento. Por parte de quienes visualizaron la posibilidad de hacerlo, así como de una banda que, en ese momento, se había alzado al culmen de celebridad rocanrolera que caracterizó la década del 80 y el 90. Se aventuraron. Se atrevieron. La celebridad era más monumental. Más amplia. Más titánica. De nuevo, por la naturaleza de las imágenes y de las experiencias de ese momento. La subjetividad visual de los 90 era así, celebraba a sus iconos y referentes de manera más grandiosa, con los ritmos que marcaban las tecnologías y los objetos del momento: televisión, transmisiones en vivos, apoteósicos conciertos, objetos análogos, etc. En la América Latina, eso se traducía de maneras particulares también.

El retorno de la banda, a Bogotá, treinta años después, - (regresaron a Medellín en 2016, donde también fui a verlos) - guarda el fantasma, el lustro de ese primer evento. Para muchas personas era la redención. Materializar la fantasía. Vivir el sueño. Para otras era bella repetición. Para mí era ver a Slash de nuevo, anclarme en el placer de su electricidad sonora, de su hoguera de cuerdas suculentas. Ver a esa figura que tanto me hechizó cuando era chica cobrar vida, hacerse objeto de mi mirada y sentidos directos. Para muchas personas era la incomparable posibilidad de ver el teatro vital, en vivo, de una banda cuyas melodías fueron banda sonora de sus vidas. Ver a una idea, a un ideal, desbordarse, revivirse, adorarse; eso es el rock también. Una idea. Un lenguaje. Una imaginación emocionante y vibrante.

Hay videos problemáticos de Guns n Roses cuando se trata de las mujeres. Líricas también. Me llegan, de pronto, en medio del espectáculo, desconectada como estoy, conforme las imágenes en la pantalla muestran cuerpos de mujeres suspendidos en el aire, envueltas en enredaderas, pechos expuestos, imágenes femeninas presentadas en una abstracción que me perturba porque refleja que, sin duda, habría que repensarse estos modos que fueron parte de la manera en que el rock también abordó lo femenino y a las mujeres. Qué necesidad, pensé con insistencia. Recordé el video de las mujeres amazónicamente bellas peleándose. De la manera en que esas representaciones me educaron también. Esos rockstars se enredaban o se casaban con supermodelos. La fantasía del rock era también la de poseer una sexualidad liberada, presta a cumplir apetitos irrestrictamente. Era un mundo predominantemente varonil. Por ende, las estrellas del rock eran varones que, se sabía, tenían sexo en abundancia. La libertad estaba hecha para ellos. Lo hacían todo en sus propios términos. Y se vestían con un sexiness desenfadado que era insoportablemente deseable. Yo añoraba vivir y ser como ellos. No era mi fantasía ser su amante.

Miro las imágenes con escozor en la pantalla. Pensé en la perspectiva feminista al hacerlo. La espina allí es penetrante. Pero en medio del malestar emergió en mi pecho otra idea. La cuestión es que esto ha sido también un tema de mi placer. Expuse aquí también, en este espacio, ideas sobre ser espectadoras críticas ante los artefactos en los que reconocemos misoginia o violencia. Expuse aquí también que hay algo del pensamiento crítico y de la perspectiva feminista que pasa, para mí, por no abdicar a los términos del propio placer. Slash está vestido de negro. Quiero emular su ensamble. Los jeans negros ajustados, la camisa sedosa, negra, entreabierta, la exuberancia de collares y pulseras y anillos en plata brillante, los Converse negros con blanco, la pañoleta que cuelga del bolsillo trasero. La guitarra eléctrica ha sido para mí, a lo largo de mis años, eso que suena la gracia exaltada de estar viva, a la libertad.

Algunos curtidos y notables críticos eligieron, en cambio, señalar las carencias de la presentación al pronunciarse. Se esperaría de ellos, especialmente, una comprensión mucho más capaz ante las circunstancias. Hay algo muy rockstar en tener las edades que actualmente tienen los de la banda y estar en una tarima tres horas sin pausa. Recorrer América Latina. Tener ese último glorioso instante. Y sí, la voz de Axl mostraba los esfuerzos del desgaste, la implacable fuerza que tiene la altura de Bogotá. Y sí, la grandiosidad que era propia de los 80 y los 90 no se reproduce de manera exacta. Estos críticos notables despojan el gozo en el símbolo que fue este concierto. Se empecinan en virtuosismos fatídicos que desconocen la dimensión de este encuentro de dos noches en Bogotá. Para mí, como para muchas personas, ese fue el último momento donde ver lo que concedió la banda. El mundo castiga a los seres humanos por envejecer y no reconoce lo suficiente el esfuerzo, la audacia, la maravilla que también es avanzar en edad y apegarse a la vida, a la vitalidad, a la fuerza. Slash brincaba con sesenta años. Axl desbordaba de enérgico intento. Duff vibraba ferozmente. No importa lo virtuoso, no importa la impecabilidad, lo que importó fue el goce de miles de personas que vivieron lo que también pasó en Colombia hace treinta años. Lo que importa es la electricidad de esos instantes. La belleza para quienes amamos furtivamente la banda y tuvimos el tesoro de deleitarnos con ella. La belleza de una música y una estética que puede generar sincronías semejantes en un contexto de lacerantes desigualdades que suelen desencontrarnos.

En mi visión, Colombia es un país salsero y rockero también. Tal vez por eso uno de mis sitios más añorados y extrañados es y será siempre Crab’s. Un bar de mis tiempos joviales que quedó muchos años en una casa, en la calle 70 y algo, donde había destellos rojizos, afiches, fotografías, dos deliciosas barras, noches entre semana para el blues en vivo, una bañera, y donde se podía oír gustosamente a Led Zeppelin. Tal vez por eso también Abbott & Costello es uno de mis sitios adorados en Bogotá. Porque allí, entre sus sombras acogedoras, en su espacio de mucha madera, en su rotura bella, en su longevidad, se encuentra una suerte de fe, la solidez de una estética, el resguardo de un sitio que no muere, el terreno del resguardo, el robusto campo de una identidad que cobija multiplicidades. Como el concierto de Guns n Roses, es el centelleo. Ese que dice que el rock está vivo y que puede ser alegría, hermoso también.

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